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Uno de los grandes peligros de la vida cristiana es la arrogancia espiritual.
Cuando el orgullo anida en nuestro corazón, puede hacer que perdamos la estabilidad espiritual, y puede impedir que el brazo poderoso del Señor sea relevado a nuestras vidas.
En 1 Pedro 5:6, se nos da el antídoto del orgullo.
Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los exalte a su debido tiempo.
Es lamentable, pero hay algunos que enfatizan el mensaje de la fe que, a veces, lo hacen con un toque de arrogancia en vez de humildad. Y, como consecuencia, han hecho que muchos se alejen por completo del mensaje de la fe.
Nuestra fe siempre debe ir acompañada de la humildad.
Hay solamente dos personas en la Biblia de las que Jesús dijo que tenían una gran fe. Una de ellas es el centurión romano a quien encontramos en Lucas 7. Cuando uno estudia su historia, se da cuenta de que los ancianos de los judíos pensaban que se merecían la ayuda de Jesús por sus buenas obras. Sin embargo, el centurión tenía una perspectiva diferente de sí mismo. Él dijo que no era digno que Jesús entrara bajo su techo.
La otra persona de la que Jesús dijo que tenía gran fe fue la mujer que tenía una hija poseída, en Mateo 15. Dos elementos sobresalen en ella al leer su historia: su persistencia y su humildad.
Una fe grande no se puede divorciar de una gran humildad. La humildad es un ingrediente necesario para la tierra de nuestro corazón, sin la cual una fe sana no puede crecer.
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