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Durante los últimos devocionales, hemos aprendido la importancia y la recompensa de ser obediente. Hoy quiero ver la actitud subyacente a la obediencia cuyo modelo es nuestro Señor. Ésta se encuentra en Filipenses 2:5–9:
Tengan la misma manera de pensar que tuvo Jesucristo: Aunque Cristo siempre fue igual a Dios, no insistió en esa igualdad. Al contrario, renunció a esa igualdad, y se hizo igual a nosotros, haciéndose esclavo de todos. Como hombre, se humilló a sí mismo y obedeció a Dios hasta la muerte: ¡murió clavado en una cruz! Por eso Dios le otorgó el más alto privilegio, y le dio el más importante de todos los nombres. (TLA)
Cuando Jesús coexistía con el Padre en la eternidad, el Padre dijo: “Hijo, necesitamos que bajes y nazcas en un establo, que crezcas en la casa de un humilde carpintero y que des Tu vida”.
Jesús pudo haber dicho: “¡no!”, pero no lo hizo. Más bien dijo: “Sí, Padre”.
Y mientras oraba en Getsemaní, agonizando por el pensamiento de estar separado de la presencia preciosa del Padre, dijo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39 RVR1995).
Él pudo haber dicho que “¡no!”, pero no lo hizo. Más bien dijo: “Sí, Padre”.
Inclusive, mientras colgaba de la cruz, después de haber sido azotado y desfigurado, esforzándose por respirar, sabiendo que el fin estaba cerca—fue obediente hasta la muerte.
Él pudo haber dicho “¡no!”, pero no lo hizo. Más bien dijo: “Sí, Padre”.
A través de su actitud de obediencia, ahora nosotros podemos recibir vida eterna. ¡Estoy sumamente agradecido que nuestro Salvador haya obedecido al Padre!
Ésa es la misma actitud de obediencia que debe estar en nosotros.
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