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En Lucas 16:22–23, 27–28, Jesús nos cuenta una historia que nos da mucho sobre el cual pensar:
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. En el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces le dijo: “Te ruego, pues, padre, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento”. (RVR1995)
Cada persona que está en el infierno cree en la predicación del evangelio. Están gritando con el fin de que sus seres queridos no terminen con ellos allí.
Dos mil años han pasado y este hombre rico no ha tenido ningún alivio. Mil millones de años a partir de hoy y apenas comenzará a recibir su tormento y dolor. Escuche su clamor: “¡Mis hermanos, envíen a alguien a mi familia!”
¡El infierno es para los incrédulos pero no hay incrédulos en el infierno!
Hace varios años un hombre llegó llorando al altar de nuestra iglesia. Un mensaje había sido predicado aquella noche de estas mismas Escrituras. Después de entregarle su corazón a Cristo (y después de un largo rato llorando incontroladamente), nos contó su historia:
“Morí dos veces en el quirófano durante una operación del corazón. Cada vez que morí, dejé mi cuerpo y me fui al infierno. Era tan horroroso que intenté borrarlo de mi mente. Mientras el mensaje era predicado esta noche, todos los detalles de mi experiencia regresaron nuevamente a mi mente”.
Este hombre no necesitaba ser convencido de que el infierno era real. Esa noche aceptó a Cristo y fue liberado del temor de regresar a ese lugar de tormento.
Solamente Jesús puede rescatarnos de los terrores del infierno y traernos con seguridad al cielo. ¿No deberíamos decirle a la gente que hay un cielo por ganar y un infierno que evitar? ¿No deberíamos advertirles y animarles a que acepten a Cristo—mientras todavía hay tiempo?
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